Comentario
El afán de dotar de apariencia romana a fachadas, retablos, rejas o portadas determina el uso de una decoración pegadiza contra la que claman aún en la segunda mitad de siglo humanistas como Felipe de Guevara y artistas como Arfe o el portugués Francisco de Holanda. Festones, medallas-busto, láureas, formas a candelieri, bucráneos, putti, calaveras y un sinfín de motivos ornamentales constituyen la esencia de este vocabulario plateresco, desarrollado en molduras, paneles, arcos, jambas, antepecho o cresterías, y en el que tienen lugar destacado las estilizadas columnas abalaustradas y los fantasiosos grutescos.
Usada con variaciones en el Quattrocento lombardo y en toda la arquitectura protorrenacentista europea y española, la columna abalaustrada adquiere tardía y definitiva carta de naturaleza teórica con Diego de Sagredo, verdadero codificador del llamado estilo ornamentado, quien hubo de contribuir a su notable difusión. El propio tratadista señala que es "soporte monstruoso y decorativo más por atavío que por necesidad, ajeno a la naturaleza de los cinco órdenes y carente de proporción, que se forma en la superposición de vasos de diverso grosor y decoración y adquiere distintas configuraciones en fuste y basa según su variable uso (barrotes de rejas, candeleros, cresterías, o simple soporte)", mencionando como modélicas en esto unas rejas que hacía Cristóbal de Andino. Declarado su origen clásico (candelabros rituales, columnas baricephalas), la ausencia de medida y la sedicente monstruosidad no suponen ninguna legitimación de mezclas bárbaras, contra las que genéricamente previene. Y aunque por su carencia de orden y de exacta integración en el sistema tuvo el frontal rechazo de radicales opositores (Arfe, F. de Holanda), gozó de intenso y dilatado uso. Su sentido es siempre estructural o pseudornamental, y es ilógico pensar que ni aún excepcionalmente comporte alusión simbólica alguna al reino de Granada como emblema de la unidad territorial alcanzada, o que en esto viera Sagredo la legitimación de su empleo en la arquitectura española (Llevellyn), por más que etimológicamente la palabra balaustre designe la flor del granado (balaustium), en la que habría de inspirarse. Concebidos como alambicadas composiciones de formas animales, humanas, vegetales y artificiales, metamorfoseadas de manera fantástica y monstruosa y en infinitas combinaciones, y denostados ya por Vitruvio como delirios de la naturaleza por su carencia de lógica y de verdadera belleza, los grutescos toman su nombre en época moderna de su localización subterránea en la Domus Aurea.
Tuvieron pronto arraigo entre los pintores decorativistas italianos de fines del siglo XV -de Marto da Feltre a Ghirlandaio- y en la arquitectura septentrional, que se prolongan en el Manierismo quinientista, afincado en el gusto por lo singular, lo aporético, lo equívoco o lo antinatural. Vasari, entre sus detractores, los critica como pintura licenciosa y ridícula, indicando que artistas faltos de imaginación crearon (en ellos) toda suerte de monstruos abortos que nacieran de su imaginación sin regla alguna: auténticas aberraciones para una estética renacentista que cifraba en la naturaleza y la proporción el fundamento de las artes. Una actitud crítica análoga adopta en España el humanista Felipe de Guevara, quien los califica de risibles. Pero era género de ornamentación llamado a prosperar y, aunque lleva el germen del anticlasicismo, es excesivo pensar que su uso implique siempre una consciente reacción adversa, inimaginable en lo plateresco.
Aspecto controvertido es el que se refiere a su valor iconográfico, subrayado con frecuencia en nuestra historiografía (S. Sebastián, Fernández Arenas, Ortiz de Zárate) y recusado por otros muchos autores (N. Dacos, Camón) que lo reducen a su dimensión ornamental, aunque no cabe negar una potencialidad de impregnación semántica (Müller Profumo). La presencia de figuras mitológicas, como tritones y nereidas, junto a efigies, carros triunfales, arneses, seres fitomórficos y demás motivos fantásticos, sujetos tan sólo a las reglas de axialidad, dinamismo, variedad y monstruosidad, ha movido a considerar que su naturaleza trasciende lo ornamental, no faltando referencias a su origen como auténticos enigmas. Pirro Ligorio y G. Paolo Lomazzo son quienes entre los italianos expresaron la creencia de su sentido significante, aunque de modo bastante inespecífico. El segundo de ellos los compara con los jeroglíficos egipcios, calificándolos de pintura mercurial (ecléctica, absortiva), y Ligorio declara que, aun pareciendo formas fantásticas, todas ellas eran cosas enjundiosas no carentes de misterio (Libro dell'Antichitá).
Pero estas indicaciones son demasiado tardías de cara a su valoración en el Plateresco, donde se ha querido ver una dudosa acentuación su carácter figurativo y simbólico. Es probable que se entendiera entonces que genéricamente eran portadores de un sentido oculto y pagano, razón por la cual el retablo de San Eloy realizado por Forment disgustó a los plateros valencianos. Juan de Arfe, también platero, afirma no obstante que eran formas sin proporción ni significado, por ende inocuas. No es creíble, en suma, que entendidos en su oscura dimensión iconográfica hubieran tenido general aceptación en el arte religioso hasta la época postrentina. Y nada cambia que, como excepción, en ocasiones integren elementos simbólicos o sirvan de soporte a programas iconográficos cristianos o profanos.
La fusión de éstos y otros motivos clásicos (medallas-busto, delfines eses, bestiones, cintas o cartelas) con elementos de la tradición gótica y mudéjar (arrabaes, cresterías, zapatas, arcos ojivales) es lo que confiere al Plateresco una dimensión de bastardía inadmisible incluso desde la heterodoxia de la licencia que, aun en la formulación manierista, es contraria a toda ilegítima mezcla de órdenes. Poco tienen que ver las incongruencias y solecismos platerescos con las desinhibidas y extravagantes creaciones del Manierismo. Pero hay que subrayar que lo que subsiste de lo gótico y lo mudéjar son sobre todo estructuras y soluciones tipológicas o técnicas (fachadas-retablo o tapiz, bóvedas de crucería, vanos de distinta configuración, yeserías, zapatas, zaguanes) y en menor medida los estilemas ornamentales. Como bien señala Bury, la estricta mezcla estilística es casi excepcional.